Hay
que entrar despacio, para acostumbrarse a la penumbra de la galería de a poco.
Y en esa lentitud, apreciar la decoración, el mural con venecitas bien propio
de aquella época en la que eso que hoy es viejo fue novedad: un paseo de
compras techado, una sucesión de locales a uno y otro lado de un corredor que
lleva de un punto a otro de la misma vereda o de una calle a la otra, en una
variante que agrega al interés comercial la ventaja de una circulación acortada
a través del interior de la manzana.
Los
locales que hoy componen la galería están dedicados, en su mayoría, a la venta
de objetos vinculados con actividades inútiles. Hobbies como el aero, el ferro
o el automodelismo, coleccionismos varios, chucherías, falsas antigüedades y
malas copias de grandes obras de arte.
Pero
hay un local, que son dos locales, en realidad, que combina el absurdo y la
inutilidad con lo más prestigioso que uno pueda imaginar en nuestra cultura
occidental judeocristiana: los libros. Y no se trata precisamente de una
librería, en el sentido común y previsible que pueda tener el término. No
consiste en una disposición ordenada y sistemática de esa clase de objetos en
escaparates que exhiban sus tapas hacia la vidriera o los dispongan, también
privilegiando la visualización de la cubierta, sobre una mesa más o menos
amplia, no. Son locales que consisten, en la práctica, en depósitos de libros
vidriados. Lo que uno puede apreciar, desde el exterior, desde ese pasillo en
penumbra, sobre todo si están cerrados, son cubículos saturados de libros en
pilas o filas, en atados, en pilas o filas o atados depositados en estantes
sostenidos, a su vez, por pilas, filas o atados. Laberinto de páginas impresas,
amarilleadas, descoloridas, polvorientas, de tapas ajadas, agrisadas, tapas
duras, tapas blandas, hasta libros sin tapa.
Y
a cargo de semejante complejo, él, ese hombre no demasiado alto, ni demasiado
viejo, de pelo desordenado y barba un tanto larga, grises, el pelo y la barba,
un hombre chupado, consumido por la habitualidad de la bebida o del cigarro,
quizá de ambos. Ese hombre que abre la puerta de uno de los locales, ese desde
el que se ve la entrada a la galería, enciende dentro una pequeña lámpara que a
su vez se ve desde la calle, una vez que uno traspone el umbral y se acostumbra
a la penumbra, y saca al pasillo un enorme sillón de un cuerpo con amplios
apoyabrazos, un sillón que detenta la misma antigüedad y evidencia el mismo
desgaste que el señor y que muchos de los ejemplares que guarda.
“¿Usted
sabe lo que tiene, qué libros y dónde está cada uno?”, le preguntó el hombre, y
la mujer lo acompañó en la intención de la pregunta con el gesto, justo cuando el
librero había abandonado el sillón y se disponía a entrar en el local. Así,
parado casi bajo el marco de la puerta dijo, mirándolos como si estuviera muy
acostumbrado a contestar esa clase de preguntas por parte de esas parejas de
diletantes o turistas de paseo por la ciudad, “sé lo que no hay, sé la clase de
libros que nunca compraría ni vendería; acá no hay libros de autoayuda, ni de
terapias alternativas; de psicología hay algunos pero trato de que queden
siempre bien al fondo”.
La
pareja puso cara de asombro y recorrió con la mirada el amontonamiento. Al
advertir la persistencia del interés, el librero arremetió. “Una vez apareció
un hombre. Mecánico era. Vino así, con el overol manchado de grasa. Las manos
las tenía limpias, aunque eran inconfundiblemente manos de mecánico. ¿Tiene
algo sobre motores Diesel?, me preguntó. Y yo no le contesté. Me metí no en
este, en el otro local, y empecé a sacar libros, manojos de libros, y los fui
trayendo y apilando acá, frente a esta puerta. El hombre, en silencio, me observaba
ir y venir. Puede ir mirando, le dije, antes de emprender uno de los regresos.
Y entonces se animó a agarrar, a hojear, a leer por encima. Después de media
hora, más o menos, había puesto frente a él, no sé, unos ciento cincuenta
libros, por decir algo. Esto es todo lo que tengo sobre motores Diesel, le
dije. ¿Cuánto valen?, me preguntó. ¿Cuáles?, pregunté yo. Todos, dijo, los
quiero todos. Le pregunté si estaba seguro, porque preguntarle si estaba loco le
hubiera resultado un tanto agresivo. Respondió que sí. No sé cuánto valen.
Póngale usted un precio. Dijo que no, que él tampoco tenía idea. Mire, le dije,
acá hay libros más importantes que otros. Sepárelos. Mírelos a todos y haga dos
pilas, una con los que considere más valiosos y otra con los otros. Y póngale
un precio por unidad a cada libro de la segunda pila. Media hora también, más o
menos, le llevó el reacomodamiento. La pila de la izquierda, la de los más apreciados
tenía, al final del proceso de selección, unos veinte volúmenes. El resto
estaba en la otra, que eran varias pilas, en realidad. Bueno, dijo, qué sé yo,
digamos veinte pesos por libro. Muy bien, le dije. Ahora piense cuántos libros de
esta pila vale cada uno de los que puso en la otra. Y…, dijo, alargando la
pronunciación mientras pensaba, diez, digamos. Yo digo que veinte, le dije. ¿Veinte?,
preguntó. Está bien, dijo, con seguridad. Eso sumaba, en total, más de diez mil
pesos. El problema es que tengo sólo dos mil pesos encima, dijo. Se los dejo,
me llevo algunos libros y mañana vengo con el resto de la plata y me llevo el
resto, agregó. ¿Tiene un vehículo, usted?, le pregunté. Sí, una camioneta, la
tengo estacionada acá al lado, dijo. Vaya a buscarla y los carga todos. Se los
lleva hoy, ahora mismo. En la semana me alcanza el resto de la plata. Pero eso
no existe, dijo. Esto que estamos haciendo tampoco existe, le contesté,
extendiéndole la mano para dar por cerrado el acuerdo”.